martes, 16 de septiembre de 2008

Disculpen el formato de la nota, es que no la supe reproducir de otra manera porque lo saqué de un PDF.
Les recomiendo que la lean, la escribió Alabarces ayer, para el diario Crítica.

Universitarias
Después de seis meses de contratapas
de lunes, es oportuno confesar algo: no
soy periodista, aunque lo haya querido
ser. Cuando terminé la secundaria, en plena
dictadura, no había carrera de Comunicación
Social en la UBA; había que recurrir a dudosas
escuelas de periodismo, y estudiar Letras era
una opción para los que queríamos despuntar
el vicio. Luego, claro, la crítica literaria te hacía
olvidar la literatura y en las redacciones le echaban
flit a todo lo que sonara universitario. Otros tiempos,
otras costumbres. De modo que estudié Letras, y por una
serie de azares terminé doctorándome en Sociología. Y
entonces y antes y después vino la posibilidad de escribir
en diarios y revistas, vicio que cultivo desde un lejano
1986 en el olvidado diario Tiempo Argentino.
Queda aquí develado el misterio que aqueja a algunos
comentaristas de la web de este diario: no soy periodista
sino columnista. El pacto es
escribir de lo que sé y de lo que
investigo, que es la cultura popular
y la de masas y la otra –porque
uno no estudia Letras para luego
fingir que la cumbia y Tinelli y el
aguante son el centro del universo–.
Pero vivo de otra cosa: vivo,
misteriosamente, de la Universidad
y de la investigación y el
Conicet, donde soy investigador
en sociología de la cultura. Tengo
veintitrés años ininterrumpidos
de profesor. Y no hay en ellos ninguna
resignación: sigo creyendo
que este oficio –enseñar e investigar–
es una de las mejores cosas
que me pudieron haber pasado.
Escribir estas contratapas es un complemento feliz; enseñar,
investigar y luego contar y discutir, a veces con más
éxito, lo que producimos en la universidad. Es cumplir a
la vez el berretín adolescente del periodismo y el objetivo
crucial de los que trabajamos en las ciencias sociales, que
no es otra cosa que ayudar a cambiar una sociedad que
nos conforma tan poco –por no decir nada–.
Los recientes y presentes e inacabados sucesos en torno
de la UBA no me son, entonces, indiferentes. No me
puedo poner en crítico distanciado, porque doy clase e
investigo y además soy parte del gobierno de la Facultad
de Ciencias Sociales, la más damnificada, la que está
hoy en el candelero. Doy clase en aulas espantosas, sin
calefacción ni ventilación; los techos no se caen, pero
pareciera que podrían hacerlo; no se pueden nombrar
nuevos profesores, porque no les pagarían –todavía hay
varios que no lo han conseguido jamás–; hemos armado
un posgrado de lujo, entre gratis y muy barato, pero no
recibimos un solo peso para solventarlo y así
hacerlo gratuito, como es en Brasil, sin ir más
lejos; los empleados administrativos ganan miserias
y son muchos menos de los necesarios
–y puedo afirmar, porque dirijo hace casi cinco
años una oficina universitaria, que no se trata
de ñoquis ni de nada por el estilo–. Los compañeros
y compañeras que trabajan conmigo en la
cátedra arañan los $600 mensuales, y se matan
para dar clases espléndidas, dignas de admiración
y respeto por sus estudiantes (que los adoran). Pero
lo deben hacer muchas veces y en muchos lados, para así
armar sueldos decentes.
Y a pesar de todo eso, la UBA sigue siendo la segunda
o tercera universidad de América Latina y una de las más
prestigiosas del mundo, la que produce un porcentaje
abrumador de toda la ciencia argentina. Los responsables
de las universidades extranjeras no leen encuestas
berretas, sino que se limitan a
tributar el respeto que la UBA se
ha ganado por la calidad de sus
graduados y del conocimiento
que genera. Un verdadero milagro,
que el esfuerzo de las sucesivas
autoridades políticas por
desfinanciarla no ha conseguido
destruir. El milagro consiste en
el orgullo tenaz de saberse parte
de una tradición democrática
inaudita: somos el único país
del continente donde un hijo de
las clases populares podía llegar
a doctorarse en su universidad
pública, gratuita y cogobernada.
Una tradición democrática que
tiene las dificultades propias de
la lucha política –que la vuelven conflictiva, pero también
más democrática que varias provincias sofocadas por el
feudalismo–; y una tradición de autonomía que también
garantiza que la producción científica sea minuciosamente
independiente, solo deudora del rigor científico
–pongámoslo así: ni le pedimos permiso a Clarín, ni le
debemos pleitesía al PJ o a Macri–.
Con poca plata –las cifras necesarias son ridículas para
el superávit fiscal y la recaudación impositiva– todos los
problemas se resuelven. La movilización de docentes y
estudiantes garantiza que nadie se la robe: será necesariamente
plata bien usada. La pregunta del millón es,
entonces, si la universidad pública, uno de los grandes
orgullos de este país, le importa algo a este Gobierno.
Y a toda la sociedad, que critica los paros y las marchas
hasta que llega el día de la graduación de sus hijos e hijas.
Ese día, entonces sí, se emocionan recordando al abuelo
analfabeto.

1 comentario:

Andre dijo...

Ay, Alabarces, Alabarces .... a veces lo quiero aunq la mayor parte de las veces lo odio....
Bué, ésta es una de las veces en que lo quiero.

Desde 22/08/07